domingo, 5 de noviembre de 2017

Pino Redondo







Se divisa la casa ya desde lejos, colgada sobre un altozano que pareciera podría echar a volar en cualquier momento, tan ligera se la ve allá en lo alto. Según nos acercamos, el frente luce variado y hasta moderno, con diferentes clases de piedra que le dan un atractivo distinto a otras viviendas que hemos visto en parajes similares.
Delante, a unos metros, como una pequeña nave espacial aparcada sobre unas piedras, un horno precioso, muy bien conservado, nos ve subir entre escobones, corregüelas y gamonas. Su abertura guarda memoria de manos y brazos ardilosos, y el caparazón de su cuerpo ha visto pasar cirros, cúmulos y estratos, lo han acariciado la brisa y el viento, la lluvia, la nieve y los luminosos cielos azules (como el que por fortuna nos tocó a nosotros). 

Este conjunto de un alto valor etnográfico, está a unas tres horas subiendo desde Vera de Erques, por un sendero que se prolonga hasta Chavao y Boca de Tauce, con vistas a la costa y La Gomera, bordeado de algunos pinos zanquiados,  granadillos, magarzas floridas, tomillos silvestres, reductos con vistosas tabaibas y unas muy elegantes cerrajas de porte arbustivo y tronco de ceniza brillante. Hay en los alrededores un par de eras, un aljibe donde reluce el agua, huertas, muros, alguna cueva medio derruida. Si desde el frente se divisa el mar, desde la trasera se ve la cumbre no tan cercana, y sobresaliendo, El Sombrerito del circo de Las Cañadas. 

La casa tiene un patio rectangular al abrigo del tiempo, todo cubierto de maleza y malas hierbas, maderas viejas, tejas rotas y un enorme y deteriorado bidón de plástico que no se explica cómo llegó hasta allí, repleto de basura, una muestra más de lo poco que valoramos nuestro pasado. Dentro, los cuartos mantienen el enjalbegado de las paredes y también  el cañizo de la techumbre, el piso de cemento lustroso y algunos restos de puertas. El establo (donde en épocas pasadas se arremolinaban decenas de cabras) es testigo fiel de pastos, leche, baifitos y cagarrutas bien formadas. Se conserva un dornajo enorme, sacado de uno de los pinos de los alrededores, al igual que las vigas que soportan las techumbres, largas, gruesas, desbastadas a mano hace tal vez dos siglos o más.

El lugar de Pino Redondo me repite la canción con que me atraen estos sitios, la música sutil– con ritmo apaciguado y espartano- de épocas pretéritas, de gentes forjadas en la naturaleza y su conocimiento, que sabían comprender unos códigos que ya nos resulta imposible descifrar.


Texto y fotos, Virgi