jueves, 2 de noviembre de 2017

Camino de la Plata, Gran Canaria

Con seguridad, la obra más importante y bien conservada que tenemos en las islas, en relación a las antiguas vías de comunicación, es esta del Camino de la Plata. Gracias a la aportación de un terrateniente emprendedor del sur de la isla, Antonio Yánez,  quien vio la necesidad de facilitar el tránsito por el camino que unía San Bartolomé con el centro de la isla, se pudo comenzar su construcción a finales del s.XIX.




La obra consistió en diseñar un recorrido que acortara el antiguo camino por Ayacata (mucho más largo y dificultoso), realizando una calzada sustentada en fornidos muros, que zigzaguean varios cientos de metros, salvando de forma exquisita el llamado Paso de la Plata; gracias al práctico diseño, poco menos que incrustado en las rocas imponentes, vamos viendo el paisaje a nuestros pies, por un sendero que alcanza a ratos los dos metros de ancho, encajado con una inteligencia admirable. Me maravilla esta obra, tan natural como el propio risco donde se ancla. Los muros que aguantan el camino son recios, como la gente que los hizo; los bloques de distinto peso y forma se unen sin ningún tipo de argamasa, pura construcción de “piedra seca”, mismamente como imagino a los obreros que la hicieron, sufridos y sacrificados en tiempos duros.


Los guijarros que componen el empedrado, humildes bajo nuestras botas, llevan allí un siglo largo, impasibles, cumpliendo su función sin quejarse. Han visto pasar, arrieros y bestias de carga, cabreros con sus baifitos o pastores de ovejas, gangocheras, peregrinos pagando una promesa (el camino también se llama de Santiago, pues une los dos pueblos que lo tienen por patrón, Gáldar y Tunte) y gente de toda clase y oficio. En épocas en que el trueque era algo fundamental, el camino allanó las dificultades para el intercambio de frutas, aceitunas, palma, carbón, almendras y otros muchos productos que eran básicos en esos tiempos.


Viniendo desde los Llanos de la Pez (llamados así porque después de la conquista los “pegueros” sacaban la pez o brea de los pinos para calafatear los barcos), el camino es agradable, bajo un pinar abierto que asciende suavemente hasta la Degollada de los Hornos (quizás deba su nombre a los hornos donde se quemaba la brea); ahí comienza a llanear, pero nos desviamos un poco para asomarnos a la Ventana del Nublo, un arco rocoso desde donde se contempla el Roque Nublo y a lo lejos, el Teide, una escena inolvidable por su espectacularidad. 



Volviendo a la senda, se sigue entre pinos un rato hasta llegar a los Llanos de Pargana (cerca, las casitas de Cho Flores, que nos olvidamos de visitar, será la próxima), un trozo abierto y seco, un roquedal casi plano donde comienza el Paso de la Plata, ese pedazo de ingeniería popular que llevaba tiempo queriendo transitar. Es aquí donde el lugar se apropia de mí, y miro las piedras, acaricio algunas, me asombran otras, contemplo las paredes sobre el risco vertical, y el inmenso Roque del Puntón, mientras en un par de charcas casi colgadas del precipicio, luce un poco de agua canelosa (los Charcos de Cho Flores, el de las casas que no vimos), haciéndole la competencia a la Presa de Chira, lejana y tristemente también medio vacía. 



El sendero me recuerda a un paseo por la Via Apia, sin cipreses, pero con bejeques, tajinastes, lavándulas, cerrillo, salvia de preciosa flor granate, piteras elegantes con luminosos amarillos y más abajo, almendros, muchos almendros. No fue hecho por los romanos, pero tampoco tiene que mucho que envidiarles, no, las piedras siguen afianzadas como el primer día, el risco cercano parece mimar el recorrido y las curvas están trazadas tan acordes al medio, que no sé cuándo y cómo fue que le perdimos el rastro a lo que nos rodea, a la generosa naturaleza que abraza enamorada un trabajo como este. Igual yo, extasiada a cada paso con la sabiduría que emana de las piedras y de las gentes que las colocaron.








Texto y fotos, Virgi

Julio 2017