Con seguridad, la obra más importante y bien conservada que
tenemos en las islas, en relación a las antiguas vías de comunicación, es esta
del Camino de la Plata. Gracias a la aportación de un terrateniente emprendedor
del sur de la isla, Antonio Yánez, quien
vio la necesidad de facilitar el tránsito por el camino que unía San Bartolomé
con el centro de la isla, se pudo comenzar su construcción a finales del s.XIX.
La obra consistió en diseñar un recorrido que acortara el
antiguo camino por Ayacata (mucho más largo y dificultoso), realizando una
calzada sustentada en fornidos muros, que zigzaguean varios cientos de metros,
salvando de forma exquisita el llamado Paso de la Plata; gracias al práctico
diseño, poco menos que incrustado en las rocas imponentes, vamos viendo el
paisaje a nuestros pies, por un sendero que alcanza a ratos los dos metros de
ancho, encajado con una inteligencia admirable. Me maravilla esta obra, tan
natural como el propio risco donde se ancla. Los muros que aguantan el camino
son recios, como la gente que los hizo; los bloques de distinto peso y forma se
unen sin ningún tipo de argamasa, pura construcción de “piedra seca”,
mismamente como imagino a los obreros que la hicieron, sufridos y sacrificados
en tiempos duros.
Los guijarros que componen el empedrado, humildes bajo
nuestras botas, llevan allí un siglo largo, impasibles, cumpliendo su función
sin quejarse. Han visto pasar, arrieros y bestias de carga, cabreros con sus
baifitos o pastores de ovejas, gangocheras, peregrinos pagando una promesa (el
camino también se llama de Santiago, pues une los dos pueblos que lo tienen por
patrón, Gáldar y Tunte) y gente de toda clase y oficio. En épocas en que el
trueque era algo fundamental, el camino allanó las dificultades para el
intercambio de frutas, aceitunas, palma, carbón, almendras y otros muchos productos
que eran básicos en esos tiempos.
Viniendo desde los Llanos de la Pez (llamados así porque
después de la conquista los “pegueros” sacaban la pez o brea de los pinos para
calafatear los barcos), el camino es agradable, bajo un pinar abierto que
asciende suavemente hasta la Degollada de los Hornos (quizás deba su nombre a
los hornos donde se quemaba la brea); ahí comienza a llanear, pero nos
desviamos un poco para asomarnos a la Ventana del Nublo, un arco rocoso desde
donde se contempla el Roque Nublo y a lo lejos, el Teide, una escena
inolvidable por su espectacularidad.
Volviendo a la senda, se sigue entre pinos
un rato hasta llegar a los Llanos de Pargana (cerca, las casitas de Cho Flores,
que nos olvidamos de visitar, será la próxima), un trozo abierto y seco, un
roquedal casi plano donde comienza el Paso de la Plata, ese pedazo de
ingeniería popular que llevaba tiempo queriendo transitar. Es aquí donde el lugar
se apropia de mí, y miro las piedras, acaricio algunas, me asombran otras, contemplo
las paredes sobre el risco vertical, y el inmenso Roque del Puntón, mientras en
un par de charcas casi colgadas del precipicio, luce un poco de agua canelosa (los
Charcos de Cho Flores, el de las casas que no vimos), haciéndole la competencia
a la Presa de Chira, lejana y tristemente también medio vacía.
El sendero me
recuerda a un paseo por la Via Apia, sin cipreses, pero con bejeques, tajinastes,
lavándulas, cerrillo, salvia de preciosa flor granate, piteras elegantes con
luminosos amarillos y más abajo, almendros, muchos almendros. No fue hecho por
los romanos, pero tampoco tiene que mucho que envidiarles, no, las piedras siguen
afianzadas como el primer día, el risco cercano parece mimar el recorrido y las
curvas están trazadas tan acordes al medio, que no sé cuándo y cómo fue que le
perdimos el rastro a lo que nos rodea, a la generosa naturaleza que abraza
enamorada un trabajo como este. Igual yo, extasiada a cada paso con la sabiduría
que emana de las piedras y de las gentes que las colocaron.
Texto y fotos, Virgi
Julio 2017
Julio 2017