jueves, 30 de octubre de 2014

Pupila y palabra XXXIX

A orillas del Tajo


Distinguido y algo rebelde, Robert Blum pintaba escenas orientales en su NY natal, con un dominio celebrado en los círculos donde se movía y dentro del interés que paralelamente, en Europa, mostraban por las estampas japonesas pintores como Van Gogh, Monet o Whistler.

Miembro de la pequeña burguesía y de ascendencia germano hebrea, desde pequeño le atrajo el siempre cambiante colorido de la paleta. Vibraba la luz en ella y Robert se dejó bañar por su fuerza.

Cuando tuvo ocasión de cruzar el océano, renovó su atracción por la luminosidad que desprendían lugares como Madrid o Toledo. Aquí, en compañía de su amigo, el artista William M. Chase, Robert Blum descubre a Velázquez y El Greco.



Más tarde, es precisamente el compañero de su viaje a Toledo quien lo retrata, influenciado por lo aprendido del pintor cretense y de obras como El caballero de la mano en el pecho o Jerónimo Cevallos. La mirada penetrante, el cuello blanco y el fondo oscuro nos hablan de esa impronta.

Pero lo que me cautiva por encima de todo, es el flequillo descuidado, al desgaire, una pequeña brecha por donde también entra lo que contemplan sus ojos. Un espacio abierto al aprendizaje y quizá también al asombro de comprobar que la luz y el color están por todas partes, sin distinción de lugares, épocas o estilos.

Para mí, el retrato que de él hizo su amigo, tiene un imán tan potente como esos ojos que parecen salirse del lienzo. Es el fleco abierto, cortado con escasa simetría, como un remolino al viento, dejando que a su alma de pintor lleguen los efluvios del Tajo y los colores verdes, carmesíes y plata que El Greco echó a volar y aún hoy,  siglos después, flotan sobre la ciudad.





Retrato de Robert Blum, 1888
William M. Chase (1849-1916)
National Academy Museum, Nueva York


Street Scene in Spain, 1882
Robert Blum (1857-1903)


Autorretrato, 1883
William M. Chase (1849-1916)
Colección privada



Texto, Virgi