sábado, 13 de abril de 2024

Gato XIII

 

Dice mi gato que me deje de tonterías, que él no es el rey de la casa, que no es monárquico ni le gustan los lujos, que donde está cómodo es en cajas, bolsas y cestas. Que es un gato normal y corriente y que no siga con machangadas.

Le haré caso.








sábado, 30 de marzo de 2024

Blue



No vivo sin azul, dice el pescador.


Oh, desde luego, es mi preferido, apoya la diseñadora.


¡No me hablen de azul!, grita, desaforado, el náufrago.


Para mí -solicita con educación el cautivo-un retazo, aunque sea pequeño.


Ah, el azul que todo lo ha visto, reflexiona la filósofa.


Y la nadadora, ¿qué opinará? Lo indispensable que es, claro.


Azul, azul… ¿por qué no, marrón, gris o negro? Obviamente, el criterio de alguien deprimido.

 

Y así, hasta el infinito. Que también es azul, por cierto.



Texto y foto, Virginia

 

martes, 26 de marzo de 2024

Gato con mujer

Él sabe la razón de estar allí, por encima, sin que ella se haya percatado.

Cuando acabe de leer y de buscar palabras que no entiende, querrá irse a su casa, sin recordar qué camino ha de coger, qué callejón estrecho la llevará hasta la puerta correcta. Pero el gato sí, el gato conoce el recorrido, y con elegancia innata y sabiduría milenaria, la acompañará en silencio.




Texto y foto, Virginia


Medina de Túnez

miércoles, 20 de marzo de 2024

Puzle en Túnez

Una pieza más para el rompecabezas personal. Ese que toca a mi puerta cada vez que transito determinados lugares, resonándome como si perteneciera a paisajes áridos, arenosos, amarillos y ocres, con cuevas elementales, barranquillos secos y aulagas punteando el suelo. 




Matorrales azotados por el viento, lagartos que asoman los ojillos entre las piedras, el sol reverberando con fuerza y unas hormigas atareadas esquivando mis pasos.

Algún gen bereber debo guardar cuando me conmuevo con los secarrales de Fuerteventura o las chapas de tosca en Tenerife. El mismo sentimiento me embarga ante poblados como el de Matmata, en Túnez, por el que pasé hace unos días y tantísimos más con los que llevaba soñándolo. Al sur del país, en un terreno poco apropiado para el ser humano, los bereberes construyeron sus moradas al soco del calor y el viento, excavando unos patios que dan acceso a grutas para distintos usos. Se garantizaba la sombra, la seguridad y una clara sensación de colectividad familiar.





Las viviendas de Matmata poseen una fascinación indiscutible, tengamos los genes que tengamos. En su diseño juegan a la par el conocimiento del medio y la sabiduría de gentes habituadas a zonas desérticas. Cuando me senté en el patio a tomar un té acompañado de pan con aceite y miel, me vi tal cual de allí, dispuesta a moler el grano, preparar el telar o salir en busca de las ovejas.





El blanco que festonea los huecos, el azul de algunos detalles y la coloración terrosa del muro circular, contribuyen al ambiente puro, sereno, cálido. Accediendo a lo alto, entre los quiebros del terreno se vislumbran huertas, palmeras, olivos, un rebaño pastando, una burrita que espera.




Si está claro que Canarias fue poblada por bereberes, no le daré más vueltas al rompecabezas. Un pedacito mío se quedó en el desierto y el resto me lo traje para no perder el parentesco.

Poco a poco las piezas van encajando.



Texto y fotos, Virginia

sábado, 16 de marzo de 2024

Interrogante

 

¿La luz viene del sol o emana del gato?




Texto y foto, Virginia

jueves, 14 de marzo de 2024

Viajando con mi padre

 





 

Si mi padre hubiera ido conmigo a Dougga (Túnez), se habría admirado de los templos y el teatro, de la casa del dinero, el lupanar, las termas y las letrinas. Pero seguramente, donde más habría incidido su interés, sería en los registros que los laboriosos romanos dejaron en las calzadas cada tres o cuatro metros. Losas colocadas de tal forma que pudieran levantarse para inspeccionar los desagües, un detalle que posiblemente pase desapercibido, pero que revela el indudable sentido práctico que poseían estos “locos” romanos, según calificativo del entrañable Astérix.






Las calles que la atraviesan no siguen el trazado normal, con el decumanus y el cardo partiendo la urbe en cuatro zonas bien delimitadas. Dos razones importantes sostuvieron esta decisión: aprovechar lo que ya existía anteriormente, y el hecho de estar situada en una colina, desde la que se domina el amplísimo valle Oued Khaled, plantado de cereales.

Valorada como la mejor y más completa muestra del dominio romano en Túnez, Dougga fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1997. Cómo no aplaudir esta mención, con todo lo que atesora.

Del poblamiento precedente se mantiene el espectacular Mausoleo de Ateban, de la época de Massinissa, rey de Numidia (s. II a.C.), uno de los mejores ejemplos de la arquitectura númida.




Entre restos de otros templos (Saturno, Caelestis, Mercurio), y dominando con contundencia, el dedicado a Júpiter, Juno y Minerva, que luce altas columnas corintias, en las que nos apoyamos después de subir una escalinata. A un lado, en un plano inferior, el foro. Al otro, una original plaza, llamada de la Rosa de los Vientos, en la que se aprecian algunos de sus nombres, según la dirección desde la que soplaran: Septentrional, Africus, Leuconotus, Arceste, Circius.




En la zona del mercado, los cubículos para las tiendas. Y en las letrinas, doce puestos para sentarse y conversar tranquilamente, mientras se hacen las necesidades. Una ciudad para varios miles de habitantes con todo lo preciso, descollando el teatro, edificado según la orografía del terreno y en el que actualmente se celebran distintos actos, aunque tampoco haría mucha falta, el panorama desde los asientos sobre el susodicho valle ya es un espectáculo, aparte del granero inmenso que supuso, y al que, eficazmente, el organizado Imperio le sacó muchos réditos.




Mi padre podría haberse sentado en las gradas del teatro, pero creo que hubiera preferido conocer el diseño de las canalizaciones, los materiales y la ingeniería que nos siguen cautivando de aquellos locos que controlaron medio mundo hace dos milenios.






Y como él no pudo acompañarme, escribo esta crónica sabiendo que, esté donde esté, me lee y aprueba que lo recuerde, ante algo tan humilde que pisamos sin reparar en su importancia. Con certeza se enorgullece de que los registros que también dejó en los patios de nuestra casa se parezcan a los de las calles de Dougga.


¡Gloria a Roma y a mi padre!



Texto y fotos, Virginia

 

sábado, 24 de febrero de 2024

Iserse, una morra en lo alto


Según don Buenaventura Pérez (1930-1997), experto en toponimia guanche, el término Iserse corresponde a “morra usada para sus ritos, en Arafo” y también “zona en Adeje”.  En el caso que me ocupa, Iserse vale como morra, quizás también de ritos, así como emplazamiento privilegiado en los altos de Tijoco. 



Coge uno por el barrio adejero hacia arriba, un buen rato entre pinos y algún cedro de prestancia, dejando a un lado la “casita” de Fyffes, con su estilo inglés de habitaciones de madera y porche cubierto, y, según nos acercamos a la finca de Iserse, se descubren eucaliptos, almendreros, perales, durazneros, higueras… y allá, encima de una morra (como aprendimos del estudioso), una vivienda de considerable tamaño que mira al sur. De dos plantas, bien resistentes las paredes -hasta el punto de tener tres contrafuertes en uno de sus lados-, un horno y la imprescindible era de trazos paralelos en vez de radiales, corrales y goros, establos con dornajos, bloques esquineros de gran volumen, graneros, bodegas, huertas y un lavadero retirado de la casa, pero junto al canal que viene desde la cumbre.




Desconcierta no sólo por el lugar que ocupa, desde donde se divisa una gran parte de la costa, sino también por la amplitud de las estancias, las vigas de los techos, la escalera deteriorada por la que me imagino subiendo a ver el mar y la montaña, como si hubiera yo vivido ahí hace un siglo o dos, como si fuera también la que abría o cerraba las ventanas, barría los soportales o estrujaba alguna prenda sobre la piedra de lavar, a la sombra de un algarrobo de compacto porte, al que seguramente también trepé de pequeña, en mi afán de subir a todos los árboles posibles, tal cual una niña como Cósimo, el personaje de Italo Calvino. Una sección del patio estuvo alguna vez rodeada de botellas del revés (igual que en el jardín de mi infancia) y dentro, asalvajados, geranios de un rojo cresta de gallo. 



El ventanal, de goznes molidos, invita a mirar al horizonte, allá por donde podría entrar la niebla que, atravesando el mar, vuela desde el bosque de laurisilva de El Cedro. El tirante principal se ve algo quebrado por el peso de la azotea y las lluvias, pues ya nadie limpia los desagües. Las tuneras, las maravillas, las corregüelas, los hinojos de tallos secos más grandes que nosotros, las tejas rotas invaden los alrededores. El horno -abrigado al pie de uno de los pilares que sustentan la casa, cual antigua fortaleza-, con el hueco por donde entraría una masa tibia y blanca y saldría algún pan de centeno, incluso un bizcocho en tiempos de fiesta. Los dornajos dan cuenta de cabras, mulos, alguna vaca, seguramente un cochino negro y orondo. En la cocina, el humo antiguo tizna las paredes y vuelvo a verme traquinando para agradar a alguien que viene de Teresme o de Aponte. Se perciben en las huertas los árboles frutales y un camino que mantiene muros a los lados con trozos de empedrado.




Los pequeños soles de las mimosas chillan con voces amarillas entre pinos y eucaliptos, mientras baja el agua veloz por la atarjea.  Su rumor me lleva lejos, no a la bocamina donde ve la luz, tampoco a la orilla del océano, ni al horizonte remoto. No, me lleva a una esquina inexplorada, esa de dónde venimos, el que aún late en nuestra sangre, que me altera y me remueve. 

Iserse, encima de una morra, contempla el paisaje a sus pies y se deja mecer por el viento. Así yo, que me dejo mecer por lo que Iserse me regala.



 Texto y fotos, Virginia